Inicio Juan Benito
 
 


Artículos



ARTÍCULO 477

EL PERIÓDICO DE AQUÍ

El Periódico de Aquí

Volver a El Periódico de Aquí

Volver a Artículos

 
 

LAS EMPAREDADAS: ENTRE LA GLORIA Y LA MUERTE

 

 
 

Desde muy antiguo, algunas personas han sentido la necesidad de retirarse de la mundanal sociedad para vivir una vida privada de todo lo que ella pudiera ofrecerle, y desde que San Antonio Abad (251-356), que fue el primero en hacer esto, nació la vida ascética. Luego le seguirían otros santos como San Pacomio, San Gregorio de Nacianceno, el caso extremo de San Simeón el Estilita…

Siglos después, en Europa surgieron «las emparedadas», también llamadas muradas o reclusas, costumbre que se extendió, sobre todo, en el siglo XVI y llegó a ser seguida por multitud de mujeres devotas, laicas o religiosas, que querían cumplir de una forma extrema su particular penitencia. Estas mujeres que decidieron vivir una vida ascética en plena ciudad, se recluían en un espacio mínimo llamado celda, en la que apenas cabía un jergón o un simple banco de piedra, siendo muy húmedos pues apenas llegaba la luz.

Estas celdas tenían tan sólo una o dos pequeñas ventanas situadas a bastante altura. Si tenían sólo una ventana, esta daba a la calle y era por donde se les suministraba un escaso alimento, compuesto en gran medida por pan y agua, aunque Elredo de Rieval (1110-1167), más conocido como San Alfredo, escribió una guía de alimentación para su hermana emparedada, en la que detallaba una alimentación más sana y coherente.
Y si la celda disponía de una segunda ventana, esta daba al interior de las iglesias o conventos en cuyas parades estaban adosadas, para que pudieran seguir los oficios.

También está documentado que hubo emparedamientos adosados a edificios civiles y a puentes. Y en algunas ocasiones también se recluían en una habitación de sus casas, a donde iba a visitarlas el arzobispo y Patriarca San Juan de Ribera (1532-1611).

En estos «nichos», las mujeres que pedían ser emparedadas, debían ser solteras o viudas y sabían que iban a morir en ellos, dándose muy pocos casos en los que voluntariamente decidían abandonar el enclaustramiento. Muy raro fue el caso de Ángela Gonzana Palomino que, tras estar encerrada 30 años en la iglesia de San Esteban, tuvo que abandonar su celda, pues amenazaba ruina.

Para emparedar a estas mujeres, solía realizarse una misa y el sacerdote oficiaba un responso como si la estuvieran enterrando, pues realmente era como morir en vida, muriendo muchas de estas mujeres a causa de las infecciones que contraían debido a la poca higiene que tenían sus celdas.

Seguramente, a día de hoy encontraremos muy rara esta conducta, a la cual se le denominaba «Voto de tinieblas», pero para entender esta anómala forma de proceder, tenemos que contextualizar el hecho, el cual se dio en la edad media y se extendió hasta el siglo XVIII, momento histórico en el que es sabido que la mujer no jugaba un papel importante en la sociedad. Para ejemplificar lo dicho, baste este refrán de aquel momento:

«Viuda lozana, o casada, o sepultada, o emparedada».

En ese tiempo estaba muy mal visto que una mujer estuviera soltera, y más llegada a cierta edad, es por ello que al emparedarse se liberaban de cualquier comentario sobre su condición civil. Y como añadido, se liberaban de que las pudieran acusar de brujas o herejes.

Esta práctica se extendió por toda Europa. Destacaré las «Cellanae» italianas, o Juliana de Norwich, emparedada en Gran Bretaña en el siglo XIV, la cual, al ser de una clase social notable, tuvo una reclusión de excepción con una celda de dos compartimientos y doncella que la atendía.

En España hubieron emparedadas en Burgos, Córdoba, Jaén, Astorga, Granada, Alicante, Salamanca, y en la Comunidad Valenciana en ciudades como Bocairent, Onda y Valencia, donde las emparedadas se contaron por cientos, sobre todo entre los siglos XVI y XVII.

Centrándonos en Valencia, hay documentos que reflejan que el 11 de marzo de 1531 el Consejo de la Ciudad autorizó a Quiteria de Mora a emparedarse junto a la torre de la Iglesia de San Andrés, actual San Juan de la Cruz, en la calle Poeta Querol.

Además, también hubo mujeres emparedadas en las iglesias de San Esteban próxima al Almudín; San Nicolás, en la calle de Caballeros; San Lorenzo, frente a las Cortes Valencianas, donde estuvieron emparedadas Sor Madalena Calabuig, Sor Martina Frauca y Sor Esperanza Aparisi; monasterio de Nuestra Señora de la Misericordia, próximo a la calle de Quart, donde estuvieron emparedadas Juana Zucala e Inés Pedrós Alpicat, más conocida como Inés de Moncada, donde el arzobispo Juan de Ribera, estableció a las monjas agustinas de Santa Úrsula. Pero, sobre todo, donde hubo más emparedamientos fue en la iglesia de Santa Catalina Mártir, donde aún se pueden observar en la Plaza de Lope de Vega, restos de estas prácticas. La desaparecida Iglesia de la Santísima Cruz, que estuvo situada en la plaza de la Santa Cruz del barrio del Carmen, también acogió algunas emparedadas.

Otras emparedadas conocidas y documentadas, fueron Margarita Agullona, monja franciscana de la calle de las Damas, que estuvo recluida hasta su fallecimiento en 1600; e Inés Soriana, fundadora del convento de San Gregorio de la calle de San Vicente.

Esta práctica no estuvo apoyada por todos por igual, por ello en 1566 el arzobispo Martín Pérez de Ayala (1504-1566), prohibió a los sacerdotes fueran a las casas de las emparedadas a celebrar misa o administrar ningún sacramento a no ser que fuera la extremaunción. A consecuencia de esta prohibición se crearon los beaterios, para recluir a estas mujeres, los cuales siempre estaban unidos a alguna orden religiosa, destacando las terciarias de San Francisco o, el que creó en San Miguel de Liria el rey Martín I de Aragón (1356-1410), llamado «el Humano» o «el Viejo». Algunas de las mujeres conocidas y documentas que estuvieron en los beaterios fueron Madalena Calabuig monja franciscana que vivió más de 25 años en el beaterio de San Lorenzo, y Sor Magdalena, referida siempre como la ministra de las emparedadas.

Posteriormente Pérez de Ayala, en el Sínodo de 1693 anunció la prohibición de esta práctica, aunque prosiguieron las emparedadas que ya estaban en curso. En cambio, San Juan de Ribera siempre vio con buenos ojos esta práctica.

En el siglo XIX las tropas francesas invadieron España por su afán de conquistar Portugal, y esto produjo grandes saqueos en iglesias y conventos, obligando a las emparedadas de Valencia a agruparse en las terciarias franciscanas.

El jurista y erudito Marco Antonio de Orellana Mocholí (1731-1813), más conocido como el «erudito Orellana», a principios del siglo XIX escribió el «Tratado de las mujeres emparedadas», basado en una obra anterior de Joseph Cardona.

Como apunte histórico comentar que los Reyes Católicos eximieron a estas mujeres del pago de los impuestos. Para sufragar la manutención de la vida en cautiverio que habían elegido, bien la emparedada o sus familias, debían entregar dinero, tierras o bienes en obras de arte.

En esta ocasión, salvo los pocos restos que se pueden ver en las fachadas de algunas iglesias como Santa Catalina, y que no tienen ninguna leyenda declarando lo que fueron, poco hay que ver, pero siempre es bueno conocer parte de nuestra historia, pues, aunque en nuestros días esto sería impensable, en aquel entonces era una práctica social admitida para la cual incluso los parientes y confesores de la mujer a emparedar, debían dar su consentimiento.

Valencia y Europa entera son sinónimo de viejas y ciertamente extrañas costumbres.

 
 
 

Fuente:
El Periódico de Aquí

 
 
 
 
     
   
 
    Amigos conectados     Arriba